miércoles, 2 de febrero de 2011

Mundial de Nueva Zelanda (I) - Impresiones de un novato

Después del durísimo trabajo realizado durante los últimos meses, por fin pudimos asistir al Campeonato del Mundo de Nueva Zelanda. ¡Mi primer Mundial!

Mucho se ha escrito ya en diversos medios sobre el gran papel de nuestra selección en el Mundial y de los fantásticos logros de mis compañeros. Así pues, yo voy a hablar un poquito de esos otros detalles que van más allá de los resultados obtenidos.

Ya la palabra Mundial, suena grande, majestuosa y además lleva intrínseco, si hablamos de atletismo, esfuerzo, sacrificio, sudor, lagrimas, emociones indescriptibles y por encima de todo, la excelencia deportiva.

Este ha sido un campeonato que, por circunstancias, se ha desarrollado muy lejos del hogar de muchos de nosotros y eso lleva consigo el desagradable efecto del jet lag. Para los que no lo sepan, se trata de un desarreglo de los ritmos circadianos de nuestro cuerpo, pues a medida que vamos alejándonos de nuestro hemisferio, por cada hora que avanzamos o retrocedemos en el viaje, necesitamos un día de recuperación. Nueva Zelanda está justo en nuestras antípodas lo que significa que hay doce horas de diferencia con nuestro país. Después de más de día y medio de vuelo, tu cuerpo no sabe si hay que comer, desayunar o cenar, así como si hay que dormir o estar alerta.

Nada más coger el avión en Barajas decidimos, por prescripción médica, adelantar el reloj doce horas con el fin de ir adaptándonos al horario que íbamos a encontrar a nuestra llegada. Así pues, cogimos el avión de las tres de la tarde y para nosotros fueron de repente las tres de la mañana. Intentar dormir, algo complicado…

También hay que cambiar la medicación. Por ejemplo, los diabéticos deben cambiar las horas en las que se inyectan la insulina, en mi caso la pomada de la noche, toca ahora por la mañana. En fin, manos a la obra.
Ya en la ciudad de Christchurch (Nueva Zelanda), y tras las típicas caras desencajadas y algo pálidas del largo viaje, nos encontramos con un país distinto al nuestro en muchos sentidos. El verano anunciado no era tal y los vientos procedentes del Polo Sur y del Pacífico desmejoraban mucho nuestras expectativas del conocido verano austral. La ropa que llevábamos era de verano, verano y con lo friolero que yo soy lo primero que hice fue comprarme unos forros polares y el chaquetón de rigor.

Aparte del clima, la Ciudad de los Vientos nos recibió con otras delicadezas de esa parte del hemisferio. La ciudad es como esas típicas inglesas o americanas con el jardín a la entrada, con su césped recién cortado y sin ningún tipo de valla que proteja la casa. De madera, muchas con buhardilla y unido el césped con las aceras. Aceras perfectamente uniformes, sin bordillos ni farolas de por medio, ni cualquier otro tipo de mobiliario urbano que pueda interrumpir el transito de una silla de ruedas o de una persona ciega de paseo y con rebajes suaves.

Las calles son anchas y las aceras también y no parece que existan problemas de aparcamiento, pues se utilizan mucho los garajes y el transporte público como el tranvía, que además le da ese aspecto tranquilo y bohemio a la ciudad. En definitiva, una ciudad llana y accesible al cien por cien.

También hay algunos edificios de gran altura y a uno de ellos fuimos a parar: hotel Chancelot con 24 pisos de altura. Nosotros estábamos en el piso 22. La habitación era amplia con grandes camas y un ventanal que ocupaba todo el ancho de la pared y desde donde se veía toda la ciudad. El ventanal no tenía aperturas por ningún sitio para evitar que nadie salte al vacío, eso fue una de las primeras cosas que me sorprendió. Lo siguiente que me chocó fue el primer terremoto que vivimos, sonó como cuando se resquebraja la tierra, parecido a un trueno seco de la típica tormenta de verano, de esos veranos secos de mi tierra. Acto seguido, nuestro edificio empezó a oscilar como un péndulo, suavemente, encajando la onda expansiva y haciendo que mi guía y yo nos quedásemos perplejos, mirándonos el uno al otro, sujetos a las pared y atónitos ante el espectáculo. Allí nada cambió, miramos por la ventana y en la calle todo seguía su curso normal, la gente paseando tan tranquila, como si no hubiese pasado nada y eso nos dio tranquilidad. Unos diez temblores más sufrimos los días posteriores, uno de ellos de 5.2 en la escala Richter, fue el más fuerte y como consecuencia se produjeron grietas en los cristales y en los marcos de las puertas, aunque pequeñas. Llevan más de cuatro mil replicas desde el gran terremoto de el año pasado y esto allí era normal…